Dictadura o democracia. Venezuela en la encrucijada


No tengo mala conciencia. Lo dije hace 14 años: Venezuela está en la encrucijada. Dictadura o democracia. La resolución, como entonces, depende de nosotros.
El título no es inédito. Fue el nombre del primer libro que escribí en Venezuela, en 2002, hace  catorce años, edité e imprimí a mis costos con una editorial establecida ad hoc –Altazor– a cuya presentación me acompañaron quienes han formado parte de mi renacida familia política en Venezuela: Pompeyo Márquez, Sofía Imber, Simón Alberto Consalvi, Alejandro Armas, Américo Martín –que tuvo la generosidad de escribir su prólogo–, Julio Borges, Roberto Picón, a cuyo extraordinario grupo de amigos debo la inapreciable cortesía de la organización del evento de esa presentación, embajadores y amigos de la Coordinadora Democrática, con quienes estábamos empeñados en rescatar a Venezuela de las garras del golpismo militarista, autocrático y dictatorial representado por el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías.
Como muchos me advirtieron, el título era provocativo. ¿Venezuela puesta en la encrucijada de tener que optar por la democracia o la dictadura? ¿No era el gobierno del teniente coronel una ejemplar democracia, no había sido electo por una mayoría ciudadana, no había promulgado una Constitución ejemplar, no contaba con el respaldo de todos los países del mundo, no acababa de sortear un golpe de Estado en su contra y sus funcionarios no se estaban reuniendo, o estaban dispuestos a reunirse, a dialogar con la oposición siguiendo las recomendaciones de César Gaviria, secretario general de la OEA, y de Jimmy Carter, ex presidente demócrata de Estados Unidos y amigo de los países del Tercer Mundo? ¿No estaba dispuesto, incluso, a someterse a un referéndum revocatorio?
Quien tenga ocasión de hojearlo verá su naturaleza premonitoria. Entre los capítulos que lo integran, he vuelto a publicar tres ensayos: La política como espectáculo, referido al entertainer que se había apoderado de los corazones de la farándula política nacional; la carta abierta que le dirigí al jesuita Arturo Sosa, jamás respondida, en la que rebatía punto por punto las pretensiones de objetividad con que comentaba los sucesos del 11 de abril de 2002, conminando a una visión compartida de chavistas y antichavistas, desapasionada y objetiva ante “el choque de trenes” que se produjera durante los trágicos y nefastos hechos de abril, conminación que recubría de manera arquetípicamente jesuítica una no disimulada simpatía por un proceso cuya desembocadura dictatorial, si no se le ponía frontalmente la proa, me parecía inexorable, y cuyos fundamentos totalitarios estaban perfectamente en curso: la confesa y declarada decisión de llevarnos, costare lo que costase, a la isla de la felicidad, como por entonces y en un típico rasgo de mal gusto, cursilería y esquizofrenia militarista Chávez gustaba de apelar a la tiranía cubana. Y un ensayo que mi amigo el cubano Pablo Díaz me aseguró le causara envidia: América Latina, entre el delirio y la razón, que anticipaba, en atención a nuestras determinaciones seculares, la deriva hacia la izquierda de la región en los próximos años. Para volver a fracasar en el esfuerzo, como un Sísifo idiota.
Solo un ciego podía no advertir el deslave catastrófico que se nos venía encima. Lo asombroso es que de esa ceguera padeció la inmensa mayoría de los demócratas venezolanos. Incluida la gran mayoría de los miembros de la Comisión Política de la Coordinadora Democrática, que ya por entonces desplegaban el mismo mágico y sofístico argumento que acaba de destaparnos, 14 años después y fiel a las mismas borbónicas tendencias de la autocalificada “izquierda democrática” o “nueva izquierda”, Fernando Mires: ¿Cómo habría de ser esta –ayer de Chávez, hoy de Maduro, siempre de los Castro– una dictadura “si aquí estamos en un lugar público discutiendo y hablando libremente”? Quod erat demostrandum.
Como si fuéramos retardados mentales.
Desde luego, no era el mío un atrevimiento carente de bases históricas. Solo quien creyera que solo es dictatorial aquella que tuviera los mismos rasgos y caracteres de la dictadura militar chilena o argentina –las de Pinochet o de Videla– podía caer en la desgraciada ceguera de tomar el rábano por las hojas y considerar que la de Chávez distaba de ser tendencialmente dictatorial y totalitaria. Ni la de Perón, odiada a muerte por Jorge Luis Borges, ni la de Batista, acompañada con entusiasmo por el Partido Comunista cubano, o la de Pérez Jiménez, a la que el país le debía imponentes obras públicas y el más importante empuje hacia la modernidad vivido por la Venezuela de los años cincuenta, o la de Franco, que fue capaz de poner a España en sintonía con el progreso del que ya se asomaba como capitalismo global fueron fotocopias de idéntica dictatorialidad. Que una dictadura podía ser plebiscitaria y electorera, demagógica y populista, contar con la absoluta unanimidad y amor de sus ciudadanos mientras asesinaba opositores e incineraba millones de judíos y otros parias de la tierra ya lo habían demostrado Hitler y Mussolini. ¿Por qué las de derecha sí, y las de izquierda no? ¿Qué maldito maniqueísmo es ese de las izquierdas mundiales que solo ven dictaduras cuando provienen del gran capital?
Pero bastaba leer, así fuera somera y superficialmente, la historia de Venezuela para comprobar la latencia de la barbarie populista que volvía a asomar sus garras tras del uniforme del teniente coronel. Solo quien hubiera olvidado las angustias de José Rafael Pocaterra, el de la Venezuela decadente y gomecista; las advertencias de Mario Briceño Iragorry y sus mensajes sin destino; los llamados de atención de Mariano Picón Salas en Los días de Cipriano Castro y su Suma de Venezuela, así como el terrible balance dejado a su muerte por el mismo Simón Bolívar en sus escritos postreros –Una mirada a la América española– podía dejar de considerar la naturaleza aviesa, dictatorial, caudillesca, oportunista, corrupta, pantanosa, asesina y bárbara que asomaba el bojote del sabanetero Chávez Frías. Precisamente cuando reaccionara con la cruel vileza con la que reaccionara a la demanda clamorosa, honesta y corajuda de nuestra sociedad civil durante las maravillosas jornadas que precedieron al 11 de abril ordenando masacrarla con los tanques del Plan Ávila y los francotiradores prestados por Fidel Castro.
Había que desconocer esa historia o ser muy jesuítico, padecer de la congénita enfermedad del izquierdismo y cojear del socialismo estatizante y demagógico de todas las izquierdas venezolanas y latinoamericanas para negarse a ver lo evidente: la de Chávez era una dictadura que solo el dinero del petróleo y la falta de moralidad nacional podían disfrazar de democracia. Caído el petróleo y muerto el encantador de serpientes, quedó al desnudo la cruel e infame criatura. La escasa democracia venezolana que resta agoniza, y el régimen castromadurista se apresta a lanzar su dentellada para terminar de apartar de un manotazo a los apaciguadores y sofistas venidos del frío.
No tengo mala conciencia. Lo dije hace 14 años: Venezuela está en la encrucijada. Dictadura o democracia. La resolución, como entonces, depende de nosotros.

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